Saturday, May 28, 2011

MÉXICO HUELE A MUERTE

Por Rogelio García-Contreras

Título: Aliento a muerte,
Autor: : F.G. Haghenbeck,
Editorial : Planeta, México,
Año:  2010

Liebe ist wie der krieg, einfach anzufangen aber stark zu beenden. Creo que nada describe mejor al México retratado por Aliento a muerte que esta frase del coronel austriaco Carl Khevenhuller. Y sin embargo, la corrupción, desilusión, ofensas y demás vicisitudes propias de la guerra o el amor que tan vívida y vehementemente plasma la pluma de F.G. Haghenbeck, parten de un arte ignorado por las versiones oficiales de la época, un arte que no por ignorado resulta menos importante.

Esta novela histórica imprescindible para todo aquel que busque empaparse de detalles sociológicos y antropológicos sobre el México imperial de la segunda mitad del siglo XIX, me remite a una frase de Gaston Bachelard: “Para durar, es necesario confiarse a los ritmos, es decir, a sistemas de instantes”. ¿Habría mejor definición del arte de la escritura y el arte de la pintura que ésta: un sistema de instantes? Cuando Carlos Fuentes se inspiró en la obra de Álvarez Bravo para su descripción de México hecha a base de instantes, resultó ser una de las mejores que jamás se hayan realizado sobre el país: “México es una sola, larga herida, un muro tatuado de metralla, un nopal cortado a navajazos, un altar de lágrimas doradas”.

Para bien de la literatura mexicana y años después de que Fuentes se inspirara en la obra de Álvarez Bravo, aparece F.G. Haghenbeck con nuevos bríos, iluminando una época de México que sólo se podía retratar a través de la pintura, para regalarnos a detalle y sin compromisos históricos, un retrato hablado del Imperio de Maximiliano. El sofisticado diálogo entre la pintura y la novela de Aliento a muerte convierten a esta obra en una expresión artística que lo es por meritos propios, pues toda obra de arte es un asunto humano y sin embargo, ningún arte termina por ser lo suficientemente humano.

Pocas veces me he topado con libros tan honestamente escritos desde la imaginación de un hombre que parece estar en paz con la historia; una historia que no pretende explicar nuestro pasado pero tampoco justificar nuestro presente. Una historia no oficial que precisamente por no serlo, resulta más precisa. El autor de Aliento a muerte se revela como el pintor de textos que se postra frente al enano de Clement o al burdel de Sheetheon para completar sus obras, para culminarlas y para ponerlas en contexto. Este texto extraordinario nos recuerda que, sin contexto, toda obra de arte no sólo se pierde en el anonimato sino que por más que se promueva o difunda, la obra resulta estéril, a un tiempo hueca y cobarde, sin que jamás alcance a trascender.

La grandeza de esta obra se encuentra fundada sobre la creatividad de un escritor que es capaz de editar la historia tejiendo aventuras verosímiles desde el anonimato de aquellos personajes que protagonizan las pinturas que lo inspiran. Aliento a muerte es además, por decreto de su autor, un libro agradecido con su origen mexicano, honrando sin recelo –fiel y cabalmente– a las obras que lo inspiran.

Los esfuerzos realizados por la fundación García-Roth y la Scott Cherries Arts Foundation al constituir la museografía del catalogo que fue objeto de esta obra, tienen en Aliento a muerte, estoy seguro, una de sus más devotas y bellas recompensas. Aliento a muerte es a un tiempo amor y guerra. Luz y sombra de una tarde en México, de un limosnero en Polanco. Epilogo y prefacio de una puesta de sol que se enfrasca hacia el horizonte en una lucha cíclica y titánica, ofreciéndonos a la distancia unos rayos fugitivos que se niegan a morir, pero que por más que se aferran jamás logran eludir lo inevitable.

Friday, May 6, 2011

ELOÍSA CANTA CON SU BOCA IMPREGNADA DE SOL

Por  Eduardo Chirinos



Autor: Silvia Eugenia Castillero
Título: Eloísa
Editorial: Aldus
Año: 2010

¿Qué hace encantador un libro como Eloísa[1]? No me refiero, naturalmente, a la gracia que todo libro de poemas debe poseer, sino a la facultad encantatoria con la que seduce para siempre a sus lectores. El encanto de Eloísa proviene de convertir en materia viva una de las relaciones amorosas más emblemáticas y controvertidas de nuestro pasado cultural: la de Abelardo y Eloísa. Sabiamente, Silvia Eugenia Castillero renuncia a la tentación de contarnos la historia de la sobrina del canónigo Fulberto con el filósofo más famoso del siglo XII, y lo hace no porque crea que la poesía sea incapaz de competir con la historia (de hecho no hay historia sobre esta pareja que no recurra a la poesía), sino porque da por sentado que los lectores —aún los que desconocen o han olvidado la historia— la llevan inscrita en el libreto de sus propias relaciones amorosas.

Silvia Eugenia Castillero le presta su voz a una Eloísa que ha perdido a su objeto de deseo y decide recuperarlo en un largo discurso de espera (la primera parte del libro se titula, precisamente, “Eloísa espera”). Instalada en un presente que se niega a diferenciarse del pasado original, la evocación de Elisa superpone la creencia cristiana en la resurrección de los muertos con viejas prácticas paganas donde las mujeres invocaban a los muertos para que volvieran a reunirse con los vivos (evocare significa literalmente “hacerlos volver”). La evocación de Eloísa posee un tono de plegaria cuyas inflexiones se encuentran anunciadas por los cambios de registro: si al verso le corresponde la pudorosa (y muchas veces inútil) contención, a la prosa la obscenidad de las pasiones, apenas controlada por un débil y delicado pudor. A esta oposición conviene añadir otra: la de los poemas con versos en itálicas, donde una voz no identificada habla de Eloísa en tercera persona (¿su propia conciencia desdoblada en el tiempo?), y la de los poemas con versos en redondas, donde Eloísa se dirige a su interlocutor  Abelardo. Como corresponde a su condición de objeto de deseo, Abelardo no habla: su mudez mortal diseña el espacio donde Eloísa enuncia su propia versión de los hechos, la que el amor le dicta:


Decías y cantaban las encinas,
se hendía la tarde:
frutos en el árbol
tu árbol.
El aguafuerte,
en las comisuras la montaña.
Era tuyo el paisaje:
dichosa la alabanza.
A verdear las palabras
te aprestabas.

Colgante, ya roída el habla
se desprendió y callaste.

 El imaginario europeo nos ha legado una Eloísa rebelde, capaz de enfrentarse a los mandatos de la jerarquía eclesiástica; la inteligente y decidida precursora del amor libre que conmovió a Jean de Meung, a Voltaire, a Rilke, y le hizo escribir a Octavio Paz en uno de sus poemas más famosos: “amar es desnudarse de los nombres: /”déjame ser tu puta”, son palabras/de Eloísa, mas él cedió a las leyes,/la tomó por esposa y como premio/lo castraron después”[2]. Por esa razón sorprende que el continuo amoroso de Eloísa se vea por momentos interrumpido por velados reproches, justificados por el comportamiento no siempre limpio de Abelardo: su codicia sexual frente a la entrega de Eloísa (“subimos sin saber que no había final”), su oscuro pacto matrimonial y el posterior abandono (“cuando me diste la alianza de un anillo/y el vacío entre los brazos”), su vergüenza por la maternidad de Eloísa (“El horror fue seco. Después el agua y tras los velos,/entreví un hijo”), su posterior encierro en el monasterio de Argenteuil. Estos reproches son mencionados sin el rencor ni la virulencia que expresa contra la voluntad divina que demandaba la separación. Georges Duby cuenta que cuando Abelardo, abatido y emasculado, le escribe explicándole que su apartamiento y distancia se debe, entre otras razones, a que los monjes de Saint-Gildas deseaban matarlo, Eloísa reacciona intensamente y le responde con la famosa carta que comienza: “A quien es todo para ella en Jesucristo, aquella que es todo para él en Jesucristo”[3]. Duby especula que Eloísa no pudo soportar la idea de morir después de Abelardo, y que ese estremecimiento la hizo arremeter amargamente contra Dios. Lo que es especulación histórica en Duby, es discurso en la Eloísa de Silvia Eugenia:


Un manto de ceniza.
El plomo en el paisaje
es vinagre rojo en la garganta:
incrustan mis recuerdos la oración.
¿Anhelo?
Insoportables mis culpas
quieren volver a ser culpas.
Inmóvil Dios me da la espalda.

Lo que no podemos saber es si ese Dios inmóvil es el encarnado en Jesucristo (desfigurado en la cruz por “nudos y asonancias”) o el propio Abelardo, a quien Eloísa continúa adorando a través del tiempo:

 Eras el dios nocturno.
Desde la cúpula, en la capilla
—en cada gotear de la luz sobre lo negro—
eres la razón de arrodillarme. 

Ni anécdotas, ni confidencias, lo que lector reconstruye a partir de estos monólogos es una pasión que ha sobrevivido al paso de los años, soportando los derrumbes y reconstrucciones del escenario original: la ciudad de París. La vieja metáfora del río que “permanece y huye” tiene en estos poemas una puesta al día en el vínculo que Eloísa establece entre las distintas coloraciones del Sena y sus estados de ánimo: añil (la evocación de sus encuentros con Abelardo), ocre (su incapacidad para precisar los recuerdos eróticos), sepia (el reconocimiento de que su historia está tallada en esas aguas), bermejo (el desborde de las pasiones y su posterior encharcamiento). Quien haya visto la película de Claude Lelouch Un homme et une femme (1966) recordará un procedimiento semejante: la relación de la pareja se encuentra marcada por cambios cromáticos: tomas a color que alternan con otras en blanco y negro, o en tonos sepia. Casi podemos “ver” a Anouk Aimée contemplando las aguas del río y diciendo estas palabras que Silvia Eugenia pone en boca de Eloísa:

Camino y me hundo:
los puentes alargan su desmesura.
Trastocan el relieve del pasado.
Regreso siglos hasta mirar
al agua tallar mi propia historia.

 Los anacronismos en los que incurre Eloísa ocurren preferentemente en las secciones en prosa, y se encuentran vinculados a la expansión urbana que hizo de París la capital del mundo en el siglo XIX. Esta expansión es vista como una pérdida del espacio original: “Más allá de la muralla en forma de corazón no hay ciudad para mí, ni vías para el tiempo”, dice Eloísa consciente de que su espera será acompañada de la necesaria demolición de esas murallas, tanto más dolorosa si recordamos que provenía de la más alta aristocracia de la Île-de-France. Esta queja podría ser leída como la anticipación de una pérdida, pero conforme avanza la lectura aparecen, aquí y allá, menciones a una ciudad más moderna de la que conoció Eloísa en el siglo XII: “París rasguña mi pecho, anchos los bulevares aparecen en grafito, generosos abren sus esquinas”, “Restos de cerrojos —bocas cerradas— se acumulan en ese viscoso asfalto nocturno”, “Un café donde se puede ver innumerables veces el rostro de lo sutil”. Bulevares, asfalto, cafés…se trata del paisaje urbano que a mediados del XIX impuso Napoleón III con el apoyo del infatigable barón Haussmann: a ellos les debemos la destrucción definitiva del París medieval y el nacimiento del París moderno, la “Ciudad Luz” de nuestro imaginario. Lo que las grúas, combas, picos y palas del barón Haussmann no lograron destruir fue la “luz vacilante” interpuesta “entre Eloísa y lo posible”. Como el río fugitivo de la metáfora, esa luz tan frágil también supo permanecer y durar.

Admitir que el París contemporáneo es un palimpsesto del París medieval es admitir que cualquier historia de amor que ocurra en esta ciudad es un palimpsesto de la que sufrieron Abelardo y Eloísa. Eso parecen sugerir los poemas en letra Corinthian que figuran intercalados en las dos secciones del libro. Esta anomalía gráfica (en el libro predomina —no sabemos si simbólicamente— el tipo Perpetua) señala el momento en que los anacronismos alcanzan su cota más alta: una pareja sin nombre experimenta en puntos reconocibles de la ciudad (la torre Eiffel, la plaza Saint-Sulpice, el parque la Villette) una intensa relación que se sabe amenazada de muerte. Como en los demás poemas (y, como lo recuerda Duby, en cada una de las cartas atribuidas a Eloísa) en éstos tampoco hay confidencias. La exhibición del saber turístico es engañosa en la medida en que no se trata de tarjetas postales, sino del simulacro de una pareja extranjera en una escenografía retorizada: los amantes saben perfectamente que son personajes de un libreto inventado, como lo recuerda Charles Seignobos, en el siglo XII [4]. Pero no se trata del lugar común de que en el amor nadie inventa nada nuevo: si los amantes deciden escenificar su “liturgia muda” en las viejas calles de París, es porque desean volver al origen mismo del amor, porque desean ser originales y subir “sin preocuparse de que no haya final”:

 En las buhardillas dejábamos los anhelos, siempre a la conquista de subir escaleras cegadas ahora, llegar al piso alto, cerrar la pequeña aldaba y nunca más volver hacia el presente, a la avenida, al reloj de la fachada que nos caería como guillotina al salir, al entrar al sereno helado de la ciudad bullente y verdadera.
  
Esta imposibilidad de “nunca más volver hacia el presente” es correlativa a la imposibilidad de escapar de los mandatos del libreto. Si por un momento los amantes creen haber atravesado la barrera del tiempo, la neutra mano de la modernidad se encargará de obstaculizar su mirada: “La grúa oxidada, tan alta —a medio cielo— obstruye la vista de sus gárgolas de la tour Saint-Jacques, no podemos ver sus bocas llenas de ráfagas de viento, hay un artefacto inmundo entre ellas y nosotros, una pieza como subastada por el Infierno”. Esa grúa oxidada (ese “artefacto inmundo”) es también un obstáculo en la espera de Eloísa, quien no tiene más remedio de esperar en el futuro su anhelado encuentro con Abelardo.

La señalada ausencia de nombres propios (“amar es desnudarse de los nombres”) tiene una sintomática excepción en el poema “Entierro”, donde reaparecen Abelardo y Eloísa. El “Entierro” es la realización del deseo de estar juntos más allá de la muerte: ella sale de entre las tumbas a buscarlo con “un sudario cosido en la piel” y cuando lo encuentra, él “se adelanta al polvo, desplaza sus manos y la toma”. El verso final —“terrones caen sobre el abrazo”—sugiere una versión cruelmente literal del famoso “polvo serán, mas polvo enamorado”. No estamos frente a un poema clave porque ofrezca un “hilo furtivo” entre el presente y pasado, sino porque plantea una interrogante: ¿por qué el reeencuentro de Abelardo y Eloísa irrumpe de manera tan sorpresiva en la relación de los amantes del París moderno? La identificación simbólica entre ambas parejas es una explicación válida (a ella están dirigidas estas reflexiones) pero no responde si la pareja innominada será separada por la muerte, si la separación es vista como una variante de la muerte, o si la separación definitiva cuenta con el consuelo cristiano de la resurrección de la carne [5]. Tal vez no sea necesario optar por una de estas posibilidades: dada la familiaridad de la separación con la muerte, las tres pueden darse juntas y al mismo tiempo. Como lo vio con claridad Igor Caruso “la separación amorosa y la muerte son cómplices”[6]. El simulacro de la pareja  —es decir, la conciencia de que están repitiendo el guión de un libreto preexistente— no la exime del dolor que asoma incluso en los instantes de mayor gozo: el nuevo Abelardo desaparecerá de la escena y la nueva Eloísa decidirá esperarlo. Lo milagroso en este libro es que Abelardo vuelve (la segunda parte del libro se titula “El regreso de Abelardo”) y no lo hace respondiendo a la creencia en la resurrección de los muertos, ni a las viejas invocaciones paganas, sino a los cantos evocadores de Eloísa. Abelardo existe porque ella lo canta con su “boca impregnada de sol”.

Nota: Esta reseña fue publicada en Cuadernos de Madrid

                                                                       ***

[1] Silvia Eugenia Castillero. Eloísa. México: Editorial Aldus, 2010. Silvia Eugenia Castillero (México, 1963) ha publicado los siguientes libros de poemas: Como si despacio la noche (Guadalajara: Secretaría de Cultura de Jalisco, 1993), Nudos de luz (Guadalajara: Ediciones Sur y Universidad de Guadalajara, 1995) y Zooliloquios. Historia no natural (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1997), que cuenta con una versión en francés debida a Claude Couffon (París: Indigo Editions, 1997).

[2] Se trata de “Piedra de sol” (1957), que figura en Libertad bajo palabra (México: FCE, 1958). Estos versos de Paz siguen la versión de Jean de Meung según la cuál Eloísa era consciente de que el matrimonio secaba de raíz el amor verdadero y la producción intelectual. Meung hace famoso el fragmento de carta de Eloísa (no sabemos si apócrifa) donde le asegura a Abelardo que “si el emperador de Roma, bajo quien deben hallarse todos los hombres, se dignase tomarme por esposa y hacerme señora del mundo, yo preferiría, y pongo a Dios por testigo, ser llamada tu ramera a ser coronada emperatriz” (El Libro de la Rosa. Trad. Carlos Alvar. Madrid: Siruela, 1986. p. 162).

[3] Georges Duby. Damas del siglo XII. Eloísa, Leonor, Iseo y algunas otras (Trad. Mauro Armiño. Madrid: Alianza Editorial, 1995. p. 75).

[4] El epígrafe de Seignobos —“¿El amor? Una invención del siglo XII”— alude con ironía al hecho de que nuestra manera de amar y entender el matrimonio sea heredera del amor cortesano (o fin’amor), que declaró la incompatibilidad entre amor y matrimonio porque la fidelidad verdadera se fundaba en el amor y no en el matrimonio legal. Sobre este tema ver el libro clásico de Denis de Rougemont Amor y Occidente (trad. Ramón Xirau. México: Consejo Nacional para la Cultura y la Artes, 1993) y el de la historiadora Leah Otis-Cour Historia de la pareja en la Edad Media (trad. Antón Dieterich. Madrid: Siglo Veintiuno, 1999) que relativiza y discute esa tesis.

[5] Como ocurre en “El sueño de los guantes negros” de Ramón López Velarde (El son del corazón, 1932). Las analogías entre este poema y “Entierro” son varias y sugerentes, pero mientras en el poema de Castillero la pareja se une definitivamente en el polvo, en el de López Velarde queda en el aire la pregunta teológica sobre la conservación de la carne.

[6] Igor Caruso. La separación de los amantes. Una fenomenología de la muerte (trads. Armando Suárez y Rosa Tanco, México: Siglo Veintiuno Editores, 2003). En la Introducción Caruso plantea el problema con esta frase que resume el espíritu del libro: “estudiar la separación amorosa significa estudiar la presencia de la muerte en nuestra vida”. p. 6.