Título: A veces llovía en Chicago Autor: Gerardo Cárdenas Año: 2011 Editorial: Vocesueltas/Magenta
Violentando
casi todas las poéticas del cuento habidas y por haber (la cantidad de
palabras, lo del fin previsto de antemano o la contraposición entre lo
‘intenso’ y lo ‘extenso’, frente a la novela, y otras monsergas más), Gerardo
Cárdenas urde un mosaico de tramas y memorias que se confunden, difuminan y
entroncan hasta el punto de hacernos olvidar o recordar qué porcentaje de
espejismo yace o subyace en lo que él cuenta o el lector infiere que ocurre en
Chicago y sus alrededores. Sin que advirtamos la menor tensión entre el objeto
real y el objeto imaginado, sus voces y personajes —creados frase a frase—, se
desplazan por las calles, los bares, los estacionamientos y las oficinas
invitándonos a viajar o a contemplar un universo que siempre estuvo ahí, pero
que sólo pueden ver aquéllos que no se conforman con vagar distraídos y
absortos ante los escaparates en serie del mundo ordinario. A veces llovía
en Chicago (Vocesueltas, 2011), en
cierto modo opera como un boleto de Primera para viajar más allá de las chatas
fronteras que rigen y controlan las autoridades en las estaciones del metro,
las paradas de buses o en los aeropuertos.
De
ahí que el lector, mediante la adquisición de ese boleto se convierta en
testigo de excepción de infinidad de acontecimientos que, partiendo de una
oscura y pasajera mesa de cafetería; pasando por la más extraordinaria puesta
de sol o la más absurda refriega entre espalderos, comilitones de funcionario o
matones de oficio; hasta llegar a los predios de lo sobrenatural y misterioso,
le permiten convertirse, además de espectador, en juez y parte de hechos tan
aparentemente ciertos y significativos como la elección del presidente López
Mateos en México, la llegada triunfal de Fidel Castro a La Habana o la
aparición de una imagen de la virgen de Guadalupe en un barrio latino de la
ciudad de Chicago. En cada uno de sus textos, el narrador acomoda a sus
lectores frente a un microcosmo armónicamente organizado que reproduce en sepia
o blanco y negro la especificidad del mundo. Nada es lo que parece, tampoco
deja de serlo: la memoria es un inmenso baldío en el que conviven, se
contraponen e indisponen fantasmas, funcionarios y un montón de contribuyentes
de a pie.
En
el conjunto de textos que conforman A veces llovía en Chicago. Cuentos
migrantes, los personajes están siempre
en movimiento; se permutan, van y vienen de un lugar a otro sin bregar con los
odiosos papeleos de Migración o Aduanas, sin la sevicia artera de coyotes y
tratantes, quienes —aunque la mayoría de veces no figuran en las fotos—, están
ahí; se les percibe, se les huele y se nos deja saber que forman parte del
agreste paisaje del mundo parcelado en el que nos ha tocado vivir. De repente,
como suceden las cosas en el mundo real, en el “caldero lleno de historias en
ebullición” contenidas en el libro de Gerardo Cárdenas, acontecen milagros,
desgracias y lloviznas; la gente se agarra de los más insignificantes hilos
para salvarse de la inclemencia del clima o de la prepotencia de los de la
migra; los policías disponen y predisponen, casi siempre con fichas marcadas y
el narrador, casi Dios o director del teatrino, va de un lado a otro como
piloto o pasajero, prestándonos su ojo para —a través de él y no con él—, ver
más allá de la mentada visión única o sueño de Newton del que hablara el poeta
William Blake.
En
este libro, artillado de múltiples lecturas y con una devoción confesa por
autores de su tierra —como “José Emilio Pacheco, José Agustín, Carlos Fuentes,
Juan José Arreola y muchos otros”—, Gerardo Cárdenas aúna técnicas y artimañas
narrativas con las cuales nos atrapa y nos pasea por tiempos de otros mundos,
de otros sueños que sin lugar a dudas mantienen en vigilia permanente la maquinaria
de la invención y del recuerdo: la ciudad verdadera es la que habitamos dentro
de sus textos, la otra, definitivamente, es un recuerdo, pura memoria. Y eso no
sólo pasa con la ciudad de Chicago, sino con los caminos, los paisajes y los
cuartos de hotel donde habitan y se encuentran o mueren los personajes que dan
cuerpo y alma a cada una de las historias del libro; historias que, la mayoría
de las veces, tanto por su extensión y por la estructura y la utilización de
los recursos narrativos pudieran ubicarse dentro de los folios de la novela
negra («Cartas del Istmo», pág. 23); la historia trocada («Relictus», pág.
107); el relato policial («Nuestra Señora del Puente», pág. 123). Otras, como
«Gallito bravo» (pág. 11) y «La lámpara danesa» (pág. 231), resultan
simplemente entrañables. Uno puede irse por ahí a contarlas por vistas, por
vividas.
La
grandeza de este libro está cifrada en la pasión y la devoción con las que el
autor se volcó en sus páginas; este manojo de historias, escritas con coraje y
excelente manejo de la lengua —dentro de esta inmensa Babel de indeferencia y
mirar de medio lado—, se lee y nos permite, fuera de las oficinas del registro
civil y sin lujo de detalles, leernos o encontrarnos en ese río sin orillas
donde fuimos alguien en alguna parte, alguna vez. A veces llovía en Chicago, un libro hijo del “ocio, las malas compañías, y el
amor”, además de sumergirnos en esa ‘fascinación de la ausencia del tiempo’ de
la que hablara Blanchot, constituye un sólido alegato en defensa de la lengua, la
familia, los amigos y sobre todo la sabiduría de aquéllos que ni siquiera saben
cuánto saben ni por
qué.