Saturday, May 12, 2012

A veces llovía en Chicago



Título: A veces llovía en Chicago                            Autor: Gerardo Cárdenas                                     Año: 2011                                                                Editorial: Vocesueltas/Magenta
Violentando casi todas las poéticas del cuento habidas y por haber (la cantidad de palabras, lo del fin previsto de antemano o la contraposición entre lo ‘intenso’ y lo ‘extenso’, frente a la novela, y otras monsergas más), Gerardo Cárdenas urde un mosaico de tramas y memorias que se confunden, difuminan y entroncan hasta el punto de hacernos olvidar o recordar qué porcentaje de espejismo yace o subyace en lo que él cuenta o el lector infiere que ocurre en Chicago y sus alrededores. Sin que advirtamos la menor tensión entre el objeto real y el objeto imaginado, sus voces y personajes —creados frase a frase—, se desplazan por las calles, los bares, los estacionamientos y las oficinas invitándonos a viajar o a contemplar un universo que siempre estuvo ahí, pero que sólo pueden ver aquéllos que no se conforman con vagar distraídos y absortos ante los escaparates en serie del mundo ordinario. A veces llovía en Chicago (Vocesueltas, 2011), en cierto modo opera como un boleto de Primera para viajar más allá de las chatas fronteras que rigen y controlan las autoridades en las estaciones del metro, las paradas de buses o en los aeropuertos.

De ahí que el lector, mediante la adquisición de ese boleto se convierta en testigo de excepción de infinidad de acontecimientos que, partiendo de una oscura y pasajera mesa de cafetería; pasando por la más extraordinaria puesta de sol o la más absurda refriega entre espalderos, comilitones de funcionario o matones de oficio; hasta llegar a los predios de lo sobrenatural y misterioso, le permiten convertirse, además de espectador, en juez y parte de hechos tan aparentemente ciertos y significativos como la elección del presidente López Mateos en México, la llegada triunfal de Fidel Castro a La Habana o la aparición de una imagen de la virgen de Guadalupe en un barrio latino de la ciudad de Chicago. En cada uno de sus textos, el narrador acomoda a sus lectores frente a un microcosmo armónicamente organizado que reproduce en sepia o blanco y negro la especificidad del mundo. Nada es lo que parece, tampoco deja de serlo: la memoria es un inmenso baldío en el que conviven, se contraponen e indisponen fantasmas, funcionarios y un montón de contribuyentes de a pie.


En el conjunto de textos que conforman A veces llovía en Chicago. Cuentos migrantes, los personajes están siempre en movimiento; se permutan, van y vienen de un lugar a otro sin bregar con los odiosos papeleos de Migración o Aduanas, sin la sevicia artera de coyotes y tratantes, quienes —aunque la mayoría de veces no figuran en las fotos—, están ahí; se les percibe, se les huele y se nos deja saber que forman parte del agreste paisaje del mundo parcelado en el que nos ha tocado vivir. De repente, como suceden las cosas en el mundo real, en el “caldero lleno de historias en ebullición” contenidas en el libro de Gerardo Cárdenas, acontecen milagros, desgracias y lloviznas; la gente se agarra de los más insignificantes hilos para salvarse de la inclemencia del clima o de la prepotencia de los de la migra; los policías disponen y predisponen, casi siempre con fichas marcadas y el narrador, casi Dios o director del teatrino, va de un lado a otro como piloto o pasajero, prestándonos su ojo para —a través de él y no con él—, ver más allá de la mentada visión única o sueño de Newton del que hablara el poeta William Blake.
En este libro, artillado de múltiples lecturas y con una devoción confesa por autores de su tierra —como “José Emilio Pacheco, José Agustín, Carlos Fuentes, Juan José Arreola y muchos otros”—, Gerardo Cárdenas aúna técnicas y artimañas narrativas con las cuales nos atrapa y nos pasea por tiempos de otros mundos, de otros sueños que sin lugar a dudas mantienen en vigilia permanente la maquinaria de la invención y del recuerdo: la ciudad verdadera es la que habitamos dentro de sus textos, la otra, definitivamente, es un recuerdo, pura memoria. Y eso no sólo pasa con la ciudad de Chicago, sino con los caminos, los paisajes y los cuartos de hotel donde habitan y se encuentran o mueren los personajes que dan cuerpo y alma a cada una de las historias del libro; historias que, la mayoría de las veces, tanto por su extensión y por la estructura y la utilización de los recursos narrativos pudieran ubicarse dentro de los folios de la novela negra («Cartas del Istmo», pág. 23); la historia trocada («Relictus», pág. 107); el relato policial («Nuestra Señora del Puente», pág. 123). Otras, como «Gallito bravo» (pág. 11) y «La lámpara danesa» (pág. 231), resultan simplemente entrañables. Uno puede irse por ahí a contarlas por vistas, por vividas.

La grandeza de este libro está cifrada en la pasión y la devoción con las que el autor se volcó en sus páginas; este manojo de historias, escritas con coraje y excelente manejo de la lengua —dentro de esta inmensa Babel de indeferencia y mirar de medio lado—, se lee y nos permite, fuera de las oficinas del registro civil y sin lujo de detalles, leernos o encontrarnos en ese río sin orillas donde fuimos alguien en alguna parte, alguna vez. A veces llovía en Chicago, un libro hijo del “ocio, las malas compañías, y el amor”, además de sumergirnos en esa ‘fascinación de la ausencia del tiempo’ de la que hablara Blanchot, constituye un sólido alegato en defensa de la lengua, la familia, los amigos y sobre todo la sabiduría de aquéllos que ni siquiera saben cuánto saben ni por qué.