Por David Medina Portillo
Autor: Gabriel Zaid
Título: El secreto de la fama
Editorial: Lumen
Gabriel Zaid es un virtuoso de la paradoja, un intelectual público que abomina de exponerse en público. A escala, su imagen es una variable del escritor sin biografía ni rostro, émulo de Traven, Castaneda o Salinger al apartar con probado éxito a las hordas de periodistas, fotógrafos o al admirador impertinente. De Zaid no se conoce foto (salvo alguna que alguien dijo que vio), nunca da conferencias o entrevistas y menos se ha dejado ver en las tertulias y pasillos de la indiscreción y el chisme. Es un especulativo de la conversación que –puedo adivinar– huye de cualquier mesa para más de tres. Y si la casualidad lo ha llevado por ahí, su presencia nunca deja huellas. Zaid sabe hacerse sentir y oír de otra manera.
Durante décadas fue uno de los polemistas duros del antiguo régimen priísta, arrinconando con sarcasmos e interpretaciones, cifras y datos incómodos a sus elites políticas e intelectuales. Todo a fuerza de ensayos contundentemente originales. Guardián de la vocación más exigente, sigue escribiendo en medios de distribución nacional y extranjera, aunque sus páginas quizá ya no reciban la consideración de antes. Una lástima, sin duda. Para una inteligencia sostenida por el hábito de minar nuestras verdades más hechizas, es previsible que su interés apunte ahora a un nuevo Moloch: las veleidades del prestigio y la publicidad. De eso se ocupa en El secreto de la fama, reunión de ensayos aparecida en 2009.
Leo y vuelvo a leer, avanzo con dificultad: hay algo que antes supe reconocer como un sello indiscutible pero que hoy no encuentro por ninguna parte. ¿Por qué al tratar un tema tan sensible como las glorias inducidas, trabajadas o instantáneas de los nuevos tiempos, Zaid se torna un juez más bien distante, doctoral y casi abstracto? Claro, uno agradece las virtudes de la buena prosa; sin embargo, hay mucho de conmovedor en la silueta del implacable polemista y poeta circunspecto extraviado entre las confesiones de Brad Pitt, Madonna, Bruce Willis, Mel Gibson, Demi Moore, Sarah Jessica Parker y un largo etcétera. Las fichas de su análisis sobre la fama pueden venir de cualquiera de estos o de Marlon Wayans: “No es sensual, sino terrorífico, que 4 000 mujeres te correteen para quitarte la ropa”. Los auténticos paraísos e infiernos del fenómeno están hoy en Hollywood, qué duda cabe, aunque para rastrear su esencia como know-how uno debería remontarse hasta el origen. ¿Dónde cotejar entonces nuestras fuentes? Hay que acudir a Descartes: “La resistencia del sujeto a ser tratado como objeto no aparece con las estrellas de cine que descubren su prisión. Está en Descartes, creador del tema del sujeto como cuestión central...” Válgame. Y yo que pensé que el sujeto era una cuestión más bien gramatical y, decididamente, una ilusión sesudamente filosófica: “El secreto de la fama está en volverse objeto. No cualquier objeto (para lo cual basta con ser pasto de fieras o caníbales), sino un objeto que llama la atención de muchas personas”.
Parece natural que el celo de privacidad evolucione hasta documentar una teoría de la fama. Las razones pueden ser morales, de fe o sólo prácticas: los sacrificios de la persona pública cuestan más de lo que valen. Todo entra en las ecuaciones del rechazo. El problema en este ejemplo es que la distancia ha llegado a un confinamiento raro. ¿Para quién escribe Zaid? Da igual citar a Sandra Bullock que a San Agustín: sus fans no nos leerán. ¿No hubiera sido más considerado y hasta generoso decir algo sobre la nueva lógica de los prestigios sustituyendo aquellos nombres por otros más concretos? Confieso que echo de menos al polemista que antes mantenía una relación conflictiva con la realidad cultural y política más inmediata, la de todos los días. Y las tensiones de este vínculo con la realidad son, precisamente, las que no encuentro en El secreto de la fama.