Wednesday, November 24, 2010

El secreto de la fama

Por David Medina Portillo

Autor: Gabriel Zaid
Título: El secreto de la fama
Editorial: Lumen

Gabriel Zaid es un virtuoso de la paradoja, un intelectual público que abomina de exponerse en público. A escala, su imagen es una variable del escritor sin biografía ni rostro, émulo de Traven, Castaneda o Salinger al apartar con probado éxito a las hordas de periodistas, fotógrafos o al admirador impertinente. De Zaid no se conoce foto (salvo alguna que alguien dijo que vio), nunca da conferencias o entrevistas y menos se ha dejado ver en las tertulias y pasillos de la indiscreción y el chisme. Es un especulativo de la conversación que –puedo adivinar– huye de cualquier mesa para más de tres. Y si la casualidad lo ha llevado por ahí, su presencia nunca deja huellas. Zaid sabe hacerse sentir y oír de otra manera.

Durante décadas fue uno de los polemistas duros del antiguo régimen priísta, arrinconando con sarcasmos e interpretaciones, cifras y datos incómodos a sus elites políticas e intelectuales. Todo a fuerza de ensayos contundentemente originales. Guardián de la vocación más exigente, sigue escribiendo en medios de distribución nacional y extranjera, aunque sus páginas quizá ya no reciban la consideración de antes. Una lástima, sin duda. Para una inteligencia sostenida por el hábito de minar nuestras verdades más hechizas, es previsible que su interés apunte ahora a un nuevo Moloch: las veleidades del prestigio y la publicidad. De eso se ocupa en El secreto de la fama, reunión de ensayos aparecida en 2009. 

Leo y vuelvo a leer, avanzo con dificultad: hay algo que antes supe reconocer como un sello indiscutible pero que hoy no encuentro por ninguna parte. ¿Por qué al tratar un tema tan sensible como las glorias inducidas, trabajadas o instantáneas de los nuevos tiempos, Zaid se torna un juez más bien distante, doctoral y casi abstracto? Claro, uno agradece las virtudes de la buena prosa; sin embargo, hay mucho de conmovedor en la silueta del implacable polemista y poeta circunspecto extraviado entre las confesiones de Brad Pitt, Madonna, Bruce Willis, Mel Gibson, Demi Moore, Sarah Jessica Parker y un largo etcétera. Las fichas de su análisis sobre la fama pueden venir de cualquiera de estos o de Marlon Wayans: “No es sensual, sino terrorífico, que 4 000 mujeres te correteen para quitarte la ropa”. Los auténticos paraísos e infiernos del fenómeno están hoy en Hollywood, qué duda cabe, aunque para rastrear su esencia como know-how uno debería remontarse hasta el origen. ¿Dónde cotejar entonces nuestras fuentes? Hay que acudir a Descartes: “La resistencia del sujeto a ser tratado como objeto no aparece con las estrellas de cine que descubren su prisión. Está en Descartes, creador del tema del sujeto como cuestión central...” Válgame. Y yo que pensé que el sujeto era una cuestión más bien gramatical y, decididamente, una ilusión sesudamente filosófica: “El secreto de la fama está en volverse objeto. No cualquier objeto (para lo cual basta con ser pasto de fieras o caníbales), sino un objeto que llama la atención de muchas personas”.

Parece natural que el celo de privacidad evolucione hasta documentar una teoría de la fama. Las razones pueden ser morales, de fe o sólo prácticas: los sacrificios de la persona pública cuestan más de lo que valen. Todo entra en las ecuaciones del rechazo. El problema en este ejemplo es que la distancia ha llegado a un confinamiento raro. ¿Para quién escribe Zaid? Da igual citar a Sandra Bullock que a San Agustín: sus fans no nos leerán. ¿No hubiera sido más considerado y hasta generoso decir algo sobre la nueva lógica de los prestigios sustituyendo aquellos nombres por otros más concretos? Confieso que echo de menos al polemista que antes mantenía una relación conflictiva con la realidad cultural y política más inmediata, la de todos los días. Y las tensiones de este vínculo con la realidad son, precisamente, las que no encuentro en El secreto de la fama

Tuesday, November 9, 2010

Crónica Siniestra

                                                                     Por Anadeli Bencomo

Autor: Sergio González Rodríguez
Título: El hombre sin cabeza.
Editorial: Anagrama,
Ciudad: México, 2009,
186 pp.

…lo siniestro es aquello que, debiendo permanecer oculto, se revela.
Friedrich Schelling

            El hombre sin cabeza es el segundo título que González Rodríguez publica en la colección “Crónicas” de Anagrama. Gracias a su valiente Huesos en el desierto (2002), el lector puede anticipar que no encontrará en este nuevo título una indagación complaciente sobre uno de los temas más inquietantes en el México actual. En El hombre sin cabeza, su autor se aventura a desentrañar la lógica cultural, social y política, que subyace junto al incremento de las decapitaciones en manos de las redes del narcotráfico en México. Las cifras hablan por sí solas: el año 2008 en México contó con más de 5200 muertes violentas, con un promedio de 17 secuestros diarios y con alrededor de 170 decapitaciones. Estas cifras que justificarían el periodismo más sensacionalista, tienen que vérselas en el relato de González Rodríguez con una indagación en varios niveles.
            El libro se abre y se cierra con apartados donde se recrea la memoria personal del autor, mientras los tres capítulos centrales son los que, a mi juicio, muestran la mayor contundencia narrativa y ensayística. En las primeras páginas, el autor decide explorar en los territorios de la memoria personal (la de sus viajes de niño a Acapulco, por ejemplo) y a lo largo de este recorrido un tanto nostálgico, la prosa no termina de encontrar su tono o su registro preciso pues se debate entre los recuerdos personales, la nota sociológica o el formato del diario personal. Mucho más enfocado aparece ya el segundo apartado donde se presentan de manera expositiva las coordenadas de esta nueva barbarie del crimen organizado en México a partir de cifras, nombres de los principales carteles del narcotráfico,  fuentes de las decapitaciones en México. Destaca así en estas páginas el periodista investigativo, protagónico en Huesos en el desierto, que ha convertido al autor en una figura pública en México. A Sergio González Rodríguez se le asocia con esa figura que ficcionalizara Roberto Bolaño en su 2666, esto es, el colaborador del periódico Reforma que ha construido con tesón su trayectoria como cronista de los bajos fondos, el crimen organizado, la corrupción del poder político y las fuerzas policiales. Afortunadamente, Sergio González Rodríguez no ha corrido con la funesta suerte de otros de sus colegas que han sido asesinados o “desaparecidos” por haberse atrevido a registrar y denunciar públicamente las conexiones entre distintas redes del poder en México. En este sentido, estas crónicas acerca del crimen en las últimas décadas en México que no se rinden en su empeño por documentar y narrar los horrores de última hora, defienden cierta responsabilidad ética de un oficio en peligro de extinción.
            Más aún, el acierto de El hombre sin cabeza reside precisamente en su capacidad de leer el fenómeno de las decapitaciones a manos del narcotráfico, como una práctica que desborda geográfica e históricamente el territorio mexicano. La metáfora implícita en el título nos remite a una cultura donde se ha perdido la razón y se ha impuesto el miedo como lógica social. El tercer capítulo del libro, de tono predominantemente ensayístico es el que mejor se enfrenta a esta tarea de desglosar el clima de zozobra y desvarío que caracteriza a nuestras sociedades contemporáneas. González Rodríguez expone de manera crítica las intersecciones que se descubren entre modos de horror primitivos (la decapitación como sacrificio) y la estetización y mediatización de la violencia que inaugura nuevos imaginarios donde conviven tecnologías y precariedades extremas. Es igualmente en el capítulo titulado “Lógica del miedo” donde el autor introduce uno de los postulados claves para la entelequia de lo siniestro en la época actual. De tal manera, “lo pánico” sería ese concepto que tiene que ver con la fuerza compleja de la barbarie y el impulso depredador de la violencia contemporánea. Al mismo tiempo, el fenómeno de “lo pánico” se asocia con esa especie de anomia o esa incapacidad de nombrarse o interpretarse de acuerdo a conceptos abstractos. Este carácter inefable de la violencia actual de la cual las decapitaciones son una muestra sintomática, sólo puede conjurarse –a juicio de González Rodríguez- gracias a la fuerza sugestiva de la narración: arma que el autor enarbola una vez más para exponer e imaginar los rostros visibles y velados de esta barbarie. Pero si en Huesos en el desierto el afán narrativo se vinculaba con la idea de un recurso jurídico imprescindible para la denuncia ante los feminicidios de Juárez, en El hombre sin cabeza la prosa, aparte de recurrir al dispositivo expositivo, se auxilia de manera bastante lúcida e inteligente de la historia de las ideas y la sociología cultural para indagar de manera filosófica y ensayística en algunas de las claves de estas decapitaciones reales y simbólicas. Una metáfora final e inquietante se arroja como imagen apocalíptica de los imaginarios decapitados visitados en estas páginas: el Pozo Meléndez o La Boca del Diablo, grieta abismal en la provincia de Guerrero que amenaza con devorar el futuro y el sentido de un México asediado por las pesadillas siniestras del narcotráfico, la pobreza extrema, la corrupción oficial, el culto a la Santa Muerte, y tantos otros repertorios de la debacle.

Tuesday, November 2, 2010

La colección de arte de Nelson A.Rockefeller


Por Rose Mary Salum

Autor: Marion Oettinger
Título: Tesoros del arte popular mexicano
Editorial; Arte Público Press & Artes de México
Año: 2010

En 1928 el Art Center de Nueva York, organizó una exhibición de bellas artes y artes aplicadas curada y organizada por una mujer oriunda de Texas y amante de la artesanías de México. Este acontecimiento, aparentemente intrascendente, disparó el interés de muchos de sus visitantes, entre ellos el de la mismísima  Abby Rockefeller, la madre de Nelson Rockefeller. Fue Abby, quien a partir de esta exhibición inculcó el gusto por el arte mexicano a su hijo. Sus conversaciones sobre el tema pasaron a la posteridad  en el intercambio epistolar que mantuvieron mientras él realizaba sus estudios. Al cabo de unos años este gusto por lo estético, desembocó en una de las colecciones  más importantes del mundo. Con la primera visita de Nelson Rockefeller a México en 1933 se da inicio a una colección de artesanías mexicanas que se forma dentro de un pasaje de la historia muy específico: “México ocupa un lugar único en el contexto de las artes populares contemporáneas”,  explica Avon Neal en la introducción del libro Tesoros del arte popular mexicano .  “Después de la Revolución Mexicana en 1910, una ola de autoafirmación recorrió todos los niveles sociales” y fue  motivada por el ambiente nacionalista surgido en el país a partir de los años veintes. Las décadas de los 30 y 40´s  resultaron ser años especialmente activos e interesados por la cultura popular mexicana, es decir, se comenzó a notar una serie de movimientos alrededor de este arte que provocaron el interés de otros países, específicamente de los Estados Unidos. Las exposiciones alimentaron el interés y las ventas de estos objetos en locales especializados canalizaron el movimiento que las exhibiciones habían comenzado a provocar. Las ventas aumentaron y con ellas el valor de los objetos adquiridos por devotos aficionados. El marcado interés que mostró Rockefeller sobre estas expresiones artísticas, formaron lo que hoy se conoce como la Colección Nelson A. Rockefeller y suma más de tres mil obras de arte popular.

 Hoy, por primera vez,  Arte Público  en colaboración con Artes de México publican--con la traduccción de  María Palomar.-- la primera edición de Tesoros del arte popular mexicano en donde están reunidos  los objetos artesanales más representativos que Nelson Rockefeller adquirió a lo largo de su vida. Los objetos de su colección  van desde cajas de Olinalá y óleos sobre láminas de lata hasta los famosos marcos de hojalata de vidrio y los árboles de la vida y la muerte realizados en barro cocido. Cada pieza va acompañada con una imagen y un análisis detallado de la figura presentada así como de las tradiciones o movimientos que llevaron a la creación de estos objetos y sus influencias más cercanas. Asimismo,  el libro nos muestra imágenes del mismo Rockefeller conversando directamente con los artistas o escogiendo las obras que pronto formarían parte de su lista. Llama nuestra atención algunas piezas destacadas como es el caso de un baúl de madera el cual posiblemente fue un encargo para John D. Rockefeller. Además de las obras realizadas en barro negro destaca el cántaro realizado por Doña Rosa Real de Nieto. Entre las figuras hieráticas sobresalen las muñecas realizadas en 1930.

Tesoros del arte popular mexicano  presenta no sólo una colección de por sí importante por su visión artística, o incluso  por la naturaleza de su coleccionista; sino por ser un testimonio histórico que aglutina en su propia formación un argumento vivo de una de las expresiones artísticas más populares y genuinas de México.